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Foto: http://caminandolapampa.blogspot.com.ar/2014/08/san-emilio-buenos-aires-argentina.html |
Un Joven Llamado Alejandro
Saladillo es el nombre de un pueblo grande―muy viejo―que queda ciento veinte millas al
sudeste de la ciudad de Buenos Aires, país de Argentina, S. A.
Los primeros misioneros para llevar el evangelio allí fueron enfrentados con fuerte opresión,
burla y piedras. Así comenzó nuestra campaña de carpa, en que varias personas se dedicaron a
Cristo y a la “nueva vida”. Fueron unos de los más perversos; hacían negocios en trata de
personas, emborrachamiento y pecados similares. Fueron los de más vil reputación en ese
pueblo. Sin Cristo se hubieran quedado así.
Una se llamaba doña Rosa. Ello llego a la reunión por primera vez vestida completamente de
negro. Llevaba pañuelo de cabeza negro, chal negro y vestido negro. Se podía ver en el lado
derecho de su falda densamente juntada la punta horrorosa de un cuchillo grande. Ella tenía una
mirada penetrante y su único ojo era más oscuro que la medianoche. Con razón: ella vino del
mundo oscuro de trata de personas. Y por algo más llevaba el cuchillo. Como compraba y vendía
muchachas inocentes y hasta niñas, siempre estaba en peligro de ser asesinada. Y los que la
oponían estaban en más peligro aun.
Otro se llamaba Juan Iturri. Como no le satisfacía llevarse la hija de quince años de una pobre
familia, quien luego murió después del nacimiento de su hijo, sedujo a la hermana de su mujer
fallecida a vivir con él. Pero él se negó a casarse con ella porque quería asegurarse de que ella le
iba a ser una buena ama de casa. Y no le preocupaba que ya tenían cuatro hijos. Su quinto hijo se
les había muerto una noche por ser ahogado entre sus padres en una cama demasiada estrecha.
Otro se llamaba Rufino Paez, quien vivía en unión libre con una mujer. Tenían cuatro hijos
chiquitos. Rufino pensó que su mujer tenía diecinueve años y que era menor de edad (veintidós
es la edad núbil en Argentina), pero cuando se dedicaron a Cristo y les aconsejamos cazarse, él
se asombro cuando se dio cuenta que ella tenía veintinueve años. Este descubrimiento casi
impidió el casamiento. Y ¡era una boda maravillosa! Mientras mi esposo iba con Rufino a
conseguir la partida de matrimonio y a investigar de la partida de nacimiento de su esposa, yo
hice un pastel y cuidé a sus cuatro hijos. Yo también había fabricado un nuevo vestido para la
novia. ¡Se casaron! Luego disfrutamos una cena de boda. Todo esto paso en el puesto de misión
donde vivían los misioneros.
Y otro se llamaba don Fructuoso Moreira. Era un descendiente orgulloso de Juan Moreira, uno
de los viejos guerreros argentinos de hace mucho tiempo, quien sentía la sangre del guerrero en
sus venas, pero no cuando le tocaba trabajar para proveer para su familia. Así que su esposa tuvo
que lavar y planchar ropa para ganarse la vida mientras él se relajaba en casa, soñando de batirse
en duelo con cualquiera que lo cruzaría; especialmente si miraran a su Felisa, a quién fingía
amar, aunque no la apoyaba económicamente.
Llevamos el evangelio a tales personas después de desembarcarnos en Argentina hace muchos
En la casa que arrendábamos había una sala de reuniones, una sala de recibir, una alcoba, un
comedor, un cuartito que no ocupábamos y una cocina. Los pisos eran hechos de tablones anchos
de madera áspera, excepto los pisos en el comedor y en la cocina. El piso del comedor era
irregular y era hecho de ladrillos quebrados. La cocina no tenía piso porque era un adobe sin
puerta con solamente una entrada y un piso de tierra. En la parte posterior había una parrilla para
carbón; con el cual cocinábamos. Las ventanas de los otros cuartos estaban enrejadas y las
puertas de doble hoja de los cuartos exteriores fueron serradas cada noche con poner una barra
grande de hierro a través de ellas. No teníamos baño. Una letrina (como las de hace muchos
años) estaba en la parte más trasera de la propiedad.
Los muebles (una mesa pequeña y tres sillas) habían sido comprados de segundas, los cuales
pusimos en la sala de recibir. Las cajas (para los pocos libros que poseíamos) fueron usadas para
una biblioteca en la misma sala. Los muebles de nuestra alcoba incluían un armazón de cama de
hierro con un colchón de lana, una cuna para nuestra hija de seis meses y cajas de madera con la
función de armario con una cortina de cretona que sirvió para una puerta.
Hay muchas ovejas en Argentina porque es un país herboso. Los colchones son fabricados de
lana. Uno compra la lana por libra y contrata un “colchonero” quien fabrica los colchones. De
vez en cuando, cuando los colchones se ponen tan duros como el piso, uno contracta al
“colchonero” de nuevo, quien, por cardar la lana, hace que los colchones sean como nuevos.
Entretanto la tela para el colchón se habrá sido lavada, la lana puesta adentro y después cosida
otra vez para usar por otro rato.
En el comedor teníamos una mesa y sillas, y usábamos cajas ahí también porque eran muy
útiles para construir un armario de porcelana, que contenía los pocos platos que habíamos
comprado en una ferretería cercana a la casa. La cocina en el adobe ni siquiera estaba amueblada.
Esta era nuestra primera casa.
Al frente de la casa estaba un agujero de barro que solamente se secaba en los largos y
calurosos meses de verano. Ahí vivían miles de mosquitos. Muchas veces un perro o un marrano
se caía allí y lo hacía su sepulcro. Los del pueblo no se molestaban con sacarlos
Después de no mucho tiempo nos acomodamos en nuestro nuevo hogar y empezamos a conocer
a la gente. El estudio del idioma ocupaba un papel importante de nuestras vidas, porque si uno va
a ser efectivo en obrar como misionero en cualquier país, es muy necesario adquirir un
conocimiento cabal del idioma hablado por la gente, para poder anunciarles el mensaje del
evangelio en su propio idioma y en la manera más eficaz y entendible posible.
Una tarde, cuando solamente habíamos estado en el país por unas semanas, se nos vino a la
puerta una anciana. La acompañaba un joven. Ella llevaba un pañuelo blanco y negro amarrado
en la cabeza. Su vestido había sido una vez negro, pero ahora tenía un color verdoso por muchas
lavadas y por ser colgado en el abrasador sol argentino. Hablaba español con dificultad. El joven
a su lado—pobremente vestido—no tenía nada que decir. La anciana tomo la iniciativa en la
“Mi nombre es doña Fausta de Fanderwud. El joven es mi nieto. Soy Protestánte. Era la única
Protestánte en este pueblo antes que vinieran. Vine aquí hace varios años de Holanda. Me vine
aquí porque me dijeron que aquí me iba a ser fácil ganarme la vida, pues este es un país de
mucho ganado, mucha pradera y pocos habitantes. Me di cuenta que no es cierto, porque ahora
estoy prácticamente desvalida; no tengo suficientes recursos con que vivir. Tuve una hija
hermosa. Se enamoro de un argentino. De este amorío”, miro al joven, “nació él. Ahora tiene
catorce años. Mi hija se murió cuando él tuvo nueve años. Se murió de un corazón roto y
tuberculosis; ambos causados por la desilusión que tuvo en su vida. Su padre nunca vino para
ver a su hijo ni lo reconoció ante la ley. Por eso el joven tiene mi apellido. No tiene otro. Su
nombre es Alejandro Fanderwud”.
El joven―parado a su lado―había mirado el suelo mientras hablaba la abuela. Era bastante
alto para su edad. Pero era de tez amarillenta y su pecho estaba hundido. Parecía que ya se le
había pegado la enfermedad que le había matado a su mamá: tuberculosis.
Los invitamos a entrar a la casa para continuar la conversación. Ella continuaba la historia
mientras entrábamos a la casa.
“Se nos resulto bien costoso vivir aquí. Y ahora estamos casi desvalidos: sin lugar adonde ir.
Por eso estoy aquí. ¿Podríamos vivir aquí con ustedes? Tengo un armazón de cama de hierro y
un colchón: para mi nieto tengo un catre. Estoy segura que no les seríamos una molestia. Yo les
podría ayudar con hacer la limpieza de la casa y con cuidar a su bebe, mientras estudien el
español y hagan visitas pastorales. Mi nieto trabaja unas horas cada día en una ferretería cerca de
aquí. Se gana unos pesos a la semana y eso es más o menos suficiente para nuestras necesidades
personales e inmediatas, pero no es suficiente para comida ni para un sitio para dormir”.
Nuestros corazones fueron profundamente conmovidos al encontrar a una cristiana lejos de su
hogar y muy necesitada. Entonces les invitamos (a la anciana, doña Fausta, y a su nieto,
Alejandro) vivir con nosotros.
Doña Fausta trajo el armazón de cama, el colchón y el catre a nuestra casa y se acomodaron en
el cuartito desocupado (que antes no había sido amueblado), entre la sala de reuniones y el
comedor. Puso una caja de madera al lado de su cama; sobre la cual colocó su Biblia e himnario.
Ella había puesto una cubierta de tela (que ella misma había fabricado) en su Biblia e himnario
para protegerlos, porque los usaba mucho, pues era una cristiana devota.
Un lunes después de cenar nos dimos cuenta de cómo sería vivir bajo el mismo techo que ellos.
El muchacho había comido apresuradamente y en silencio. Cuando había terminado, dijo: “¿Con
su permiso”? y se levantó de la mesa. La abuela parecía tener vergüenza y estar poco molestada
por el comportamiento y actitud de su nieto.
Con el tiempo Alejandro pasó menos y menos tiempo en casa. No sabíamos adónde íba. Su
abuelita tampoco sabía. Y cuando le preguntábamos del lugar adónde iba, se enojaba con la
abuela, y luego se ponía deprimido y triste―casi inconsciente de que pasaba a su alrededor. Pero
Entresemana teníamos una reunión de oración en nuestro comedor. Quince a veinte creyentes,
quienes habían sido los “primeros frutos” del evangelio, se reunían fielmente cada miércoles para
oración y testimonios. En una de estas reuniones―unos meses después de nuestra llegada a
Argentina―doña Fausta―agobiada y llorando―pidió oración por su nieto.
“Oren por Alejandrito.”; (así lo llamaba con cariño), “Él no quiere venir a las reuniones de
oración. Ni siquiera quiere ir a la escuela dominical. Tiene solamente quince años, pero ya
frecuenta la cantina, que queda cerca de aquí. Me supongo que está allá ahora”.
Cuando tomó asiento, todos estábamos llorando. No creo que nadie se dio cuenta de los
ladrillos fríos e incómodos cuando nos arrodillamos para interceder por Alejandro.
Nos turnamos para orar. Cada corazón estaba apesadumbrado. Después de orar nos paramos
para irnos. Todos se asombraron al encontrar que Alejandro estaba parado en la puerta entre su
cuarto y el comedor (en el cual estábamos). Su cabeza estaba inclinada. Cuando levanto su
cabeza todavía tenía esa expresión triste que lo había caracterizado desde nuestro primer
encuentro con él. Los hermanos se fueron uno por uno, dándonos la mano y diciendo: “Buenas
noches, buenas noches.”. Echando una mirada de reojo a su nieto, doña Fausta también se fue a
su cuarto. Solamente quedábamos nosotros y Alejandro; mirándonos el uno al otro.
Alejandro rompió el silencio. “Me gustaría hablar con ustedes. Sin duda, todo lo que les dijo mi
abuela de mí es verdad. Estoy triste y deprimido. También soy irritable. Y ¿por qué no? Mi
madre se murió cuando tuve nueve añitos. Nunca conocí a mi padre. Él nunca ha venido a
visitarme. Ni siquiera me dio su apellido. Tengo el apellido de mi abuela. Así que no tengo
madre, padre, hogar, educación ni apellido, y tengo muy poca salud. En otras palabras, soy un
don nadie. Pero tengo un deseo: quiero conocer a Jesús como mi Salvador. Una vez en la escuela
dominical, después de la muerte de mi madre, acepté a Cristo, pero no lo he seguido. Quiero
Nos arrodillamos y oramos con Alejandro en un rincón del comedor. El Espíritu del Dios
viviente estaba ahí. Jesús lo recibió, porque en humildad de corazón y soledad de espíritu clamo
Cada día, después de regresar del trabajo, Alejandro se reunía con nosotros para leer la Palabra
de Dios y orar. El progreso de su vida cristiana no era muy rápido por su naturaleza, pues era
impetuoso, desanimado y melancólico.
Pero un día llegó a contarnos de una experiencia extraña que había tenido cuando regresaba del
trabajo. “Estuve caminando por la calle, cuando, de repente, sentí un golpecito en mi hombro y
oí una voz decirme calladamente: ‘Alejandro, ¡quiero que prediques el Evangelio!’ ¿Será que el
Señor me esté llamando a predicar”? (No teníamos instituto bíblico en aquella época; ni siquiera
había sido mencionado.) Mi esposo le dijo que el Samuel de la Biblia había sido hablado por
Dios en una manera similar y que debería orar del asunto y estar atento a la vez; lo aseguró que
él también oraría. Pero la misma cosa sucedió en otra ocasión. “Hoy también estuve caminando
a casa del trabajo,”, dijo Alejandro, “cuando sentí el mismo golpecito en mi hombro y escuche a
alguien decir en una voz baja: ‘Alejandro, quiero que prediques el Evangelio.’ Miré por todo
lado. No vi a nadie”. Nos pusimos de acuerdo que tendría que ser el Señor que le hablaba y le
Habían pasado veinte meses desde llegar a Argentina para empezar nuestro trabajo misionero.
El Dr. Walter Turnbull, Ministro de Asuntos Exteriores para la Alianza Cristiana & Misionera,
se vino de Nueva York para celebrar una conferencia con los misioneros y para organizar el
campo misionero en Argentina. Hicieron planes para abrir un instituto bíblico para entrenar los
obreros argentinos. Fuimos elegidos para organizar, empezar y dirigir el Instituto Bíblico. Otros
misioneros fueron escogidos para enseñar y para estar en la plantilla.
Siete jóvenes de los pueblos en que se había predicado el evangelio y en que se habían
establecido puestos de misión, habían testificado que Dios les había llamado al ministerio. En ese
tiempo no había iglesias organizadas ni pastores nacionales.
Cuando se propuso dejar a Alejandro ser un estudiante del Instituto, los nuevos creyentes y
otros pensaron que era demasiado joven. Tenía dieciséis años y medio en ese tiempo. “No
solamente es muy joven, pero también es demasiado impetuoso y melancólico para ser un
ministro del evangelio. Llevamos menos de dos años viviendo la vida cristiana, pero, de veras, es
una vida feliz, y Alejandro no se ve muy feliz ni está lleno de gozo”, razonaban.
La confianza que le tenía el misionero quien lo gano para Cristo―mi esposo―y la
confirmación de Alejandro de la llamada de Dios en su vida, causó el consentimiento de los otros
misioneros y creyentes para dejarlo ser parte de la primera clase de futuros obreros cristianos.
Luego el misionero, que lo conocía mejor, prometió ser responsable por él.
El nuevo instituto bíblico fue establecido en la ciudad de Azul, unas doscientas millas sur de la
ciudad de Buenos Aires, donde quedaba en ese tiempo la sede central de La Alianza Cristiana &
Misionera en Argentina. El currículo, las reglas y normas y los detalles de la administración de la
vida domestica de los estudiantes fueron decididos y puestos por escrito. Aunque era un instituto
bíblico, también era el hogar de los muchachos y muchachas que lo asistían.
A mí me tocaba establecer unas reglas para el hogar; tareas domesticas incluidas. Los
estudiantes las harían cada día. Nadie recibía sueldo por limpiar ni por hacer mantenimiento en el
edificio de los estudiantes y los misioneros, porque casi no había dinero para el instituto. Una
lista de deberes enumerados y los nombres de los estudiantes fue puesta en un tablero de
anuncios mensualmente, durante el año escolar. De este modo los estudiantes turnaron el trabajo
y no se le hacía pesado a nadie.
El instituto había marchado por varias semanas, cuando un día pasé la puerta de la cocina,
después del almuerzo. Los estudiantes estaban limpiando la cocina. De repente vi una escoba
volar por el aire. Luego―a mi asombro―vi un cepillo de fregar zumbar por el aire. Una toalla
también fue tirada antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando.
Entré a la cocina para averiguar la razón por este comportamiento. Alejandro estaba trabajando
en la cocina ese día. Les dije que ¡las personas, quienes son llamadas al ministerio, no se
capacitaban lanzando escobas y cepillos de fregar hacia otras personas! Los dos otros
muchachos, quienes estaban en la cocina, señalaron a Alejandro―parado en un rincón―con un
dedo acusador y dijeron, “Todo es por culpa de él. ¡Es imposible trabajar con él!”.
La oficina quedaba en frente de la cocina. Caminaba en esa dirección para quejarme y contarle
a mi esposo del problema en la cocina, cuando me acorde de la resolución que hicimos hace
años, aun antes de tener hijos y antes de vivir en un instituto bíblico: no hablaría con mi esposo
de problemas insignificantes. Los maridos normalmente tienen mucho que hacer y no tienen
tiempo para preocuparse de problemas pequeños.
Me fui directamente a mi cuarto para orar. Le dije al Señor que seguramente cometimos un
error cuando trajimos a Alejandro al instituto. Con cariño, el Señor me reprendió por mi oración.
Me dijo que quiso que yo tuviera paciencia con Alejandro. El Espíritu me susurró, “Alejandro es
La mañana siguiente sentí que había encontrado la solución inmediata. Había un trabajo que
Alejandro podía hacer solo. Entonces le di un cuchillo y un balde de papas para pelar. Comíamos
un balde entero de papas cada día. Yo no le dije porque le había cambiado el trabajo. Él sabía. El
próximo mes, cuando hice la lista de tareas domesticas, también le di un trabajo―cortar
leña―que se podía hacer solo. Cocinábamos con leña. Y quedaba otro trabajo aun que se podía
hacer solo. Ese se lo di el tercer mes. Le tocaba llenar el tanque grande encima del edificio, que
proveía agua para todos en el edificio. Con eso se terminó el primer año escolar.
Durante los meses de verano viajábamos haciendo trabajo evangélico. Alejandro se vino con
nosotros, pues no tenía hogar. Ni siquiera tenía apoyo financiero. Su anciana abuela se había
mudado a la casa de otra familia cristiana en el pueblo en donde la habíamos conocido.
Recuerdo achicando la ropa que había pertenecido a mi esposo. Achiqué unas camisas, unos
pantalones y un abrigo y se los regale a Alejandro con unas corbatas viejas.
Alejandro siempre estaba listo y dispuesto a trabajar. Nunca se quejaba de cuan duro era el
trabajo o de cuánto tiempo le tomaba para completarlo.
Ahorramos suficiente dinero para comprarle una abrazadera para sus hombros. El misionero le
invitaba a salir al patio del instituto y con mucha paciencia le enseñaba las reglas básicas de
respirar correctamente, las cuales no había sabido. “Alejandro, Dios te ha llamado a predicar. No
tienes que morir de tuberculosis como tu madre. Pero tendrás que hacer algo por ello. Ahora
¡ponga tus hombros para atrás y mete tu pecho hacia fuera y respira profundamente!”. Al
principio se quejaba de estar mareado. Pero poco a poco empezó a respirar más profundamente y
tranquilamente. Nos dimos cuenta que, por los ejercicios respiratorios, sus hombros se habían
Cuando las clases se reanudaron en otoño, le di a Alejandro los mismos tipos de trabajos de
nuevo. Me importaba mantener todo funcionando sin problemas más que poner a prueba la
paciencia de los estudiantes.
Una mañana, casi al fin del segundo año, Alejandro no bajó para comer el desayuno argentino
de café y pan. En cambio, mandó llamar al director. Toda la noche había dado vueltas en su
cama. “Estoy enfermo; no en mi cuerpo, sino en mi alma. Dios me llamó a predicar; de eso estoy
seguro. Pero estoy deprimido e inclinado a ser melancólico. Sé que no soy nadie, pues no tengo
madre, ni padre, ni hogar, ni educación. Ni siquiera tengo un apellido. Gracias a usted y a la
abrazadera estoy más fuerte físicamente. Pero, he escuchado sus enseñanzas por casi dos años y
nos has dicho que Dios puede transformar a una persona, si está dispuesta y viene a Él; puede
cambiar su personalidad, quitar las fallas y el vacio que tiene por dentro y puede de ellos crear
algo de valor. Si eso lo puede hacer Dios para mi ¡quiero que lo haga”! El misionero le
respondió, “Si, Alejandro, Dios puede hacer algo maravilloso de ti; te puede cambiar a un vaso
Alejandro se levantó con prisa y se arrodilló para orar. ¡Se entregó a Dios y clamó con toda
sinceridad para la plenitud del Espíritu Santo! Esa mañana algo maravilloso sucedió en esa
habitación en el Instituto Bíblico. Un Jacob se había encontrado con el ángel del Señor. Un Pablo
había viajado por el camino a Damasco y se había encontrado con el Cristo de Dios. Un Pedro
había sido cambiado por Pentecostés.
No había más problemas con los muchachos en la cocina. Alejandro no era un santo, que
digamos, ni tenía alas de ángeles, pero Alejandro definitivamente se había encontrado con Dios y
todos lo sabían. No había incerteza ni vaguedad de lo que había pasado en la vida de Alejandro.
Su testimonio era simple, seguro y autentico. Su comportamiento dio evidencia de una
Alejandro era muy joven para graduarse; solamente tenía dieciocho años. También necesitaba
más experiencia. Se consideraba mejor sacarle del instituto por dos años para darle más
experiencia. Puan―un pueblo en la Pampa―fue elegido para ser el primer lugar en donde
empezaría su ministerio. No había iglesia en ese pueblo. Dentro de poco se hizo amigo de chicos
de doce, trece y catorce años y los ganó para Cristo uno por uno. Muchas veces Alejandro
decía―refiriéndose a sus primeras experiencias―que pasaba más tiempo arrodillado ante Dios
que en cualquier otro ministerio.
Cuando miramos el Distrito Argentino hoy día, vemos muchos quienes fueron ganados para
Cristo siendo muchachitos. Uno de ellos es un hombre muy exitoso de negocios y, a la vez, es
tesorero del campo misionero entero de la Alianza en Argentina. Él hace esto sin cobrar nada.
Alejandro después regresó al instituto para completar su tercer y último año. Tenía veintiuno
cuando se graduó. El día después de graduarse, se caso con María Lateana, hija de una devota
familia cristiana en la cuidad de Azul y estudiante del instituto.
Aunque Alejandro empezó a pastorear y era exitoso, se sentía indudablemente la llamada a
viajar como evangelista. La llamada fue confirmada cuando multitudes de personas fueron salvas
bajo su ministerio evangelistero, y se notaba que Dios le había dado el don de evangelismo.
Alejandro quería una Biblia grande para poder llevarla consigo cuando se iría de nosotros. Se la
conseguimos. Y quería una cosa más: una carpa para reuniones. La quería especialmente para los
lugares en donde no se había predicado el evangelio antes. La carpa fue comprada con fondos
mandados del Grupo Misionero de Oración de Mujeres de la Alianza Cristiana y Misionera en
Mi esposo y yo muchas veces acompañábamos a Alejandro a algún pueblo para cultos en la
carpa para reuniones. Alquilábamos una alcoba chiquita y colgábamos una cortina en la mitad de
ella para crear dos alcobas. En un lado poníamos una cocina temporal. Siempre llevábamos unas
ollas y platos con nosotros. Alejandro siempre clavaba un clavo en la pared rustica detrás de su
catre y siempre colgaba ahí su “mejor chaqueta, mejor camisa y mejor corbata”―todas fueron
prendas usadas. Se levantaba antes del sol abrazador para sacar las malas hierbas del terreno en
donde iba a estar la carpa de reuniones y después la armaba.
Después de regresar para tomar un café y comer un pedazo de pan, él se vestía y se salía con su
Biblia y tratados en mano y la sonrisa grande que Dios le había dado para conocer a la gente del
pueblo. Siempre daba la misma cordial invitación en las esquinas de la calle, en los pequeños
negocios, en casas, en plazas de mercado y en edificios públicos: “Vengan al culto en la carpa de
reuniones esta noche. Allí oirán las mejores noticias jamás oídas. Si tan solo las reciban como
algo personal, ellas alegrarán sus corazones y les traerán paz, perdón, gozo y salvación eternal.
Cuando escuchen la música, estaremos empezando el culto.” Antes que se acabara el día, habría
recorrido todo el pueblo a pie.
Para anunciar los cultos habíamos comprado unos discos―los únicos disponibles en esa época
en Argentina. Uno de ellos―uno de los preferidos―tocaba la canción “Las barras y estrellas
para siempre.”. Era hermosa. La gente no sabía que fue una de nuestras canciones patrióticas
favoritas. Incluso ahora, cuando escucho esa canción, puedo ver a centenares de personas
caminar hacía la carpa para el culto.
Llegaban por centenares hasta que la carpa estaba completamente llena de gente parada. Había
gente de la parte delantera hasta la calle. Eran gente de toda condición. Pero todos tenían algo en
común: anhelaban a Dios. Y cuando Alejandro empezó a contarles de las maravillas de la gracia
salvadora de Jesucristo, Lo anhelaban más aun. “¿Que es el Evangelio de nuestro Señor y
Salvador, Jesucristo?” fue siempre su primera predicación a los quienes nunca habían oído el
evangelio. La revelación era impresionante y no se puede describir cuan emocionante era ver al
Espíritu Santo bajar sobre este siervo humilde de Dios. A veces, mientras escuchaba, pensé que
mi corazón se me iba a reventar de pleno gozo. Tan reveladoras eran las maravillas de su gracia.
Las lavanderas estaban sentadas en la parte delantera. Tenían las caras y las manos curtidas y
secas por el trabajo, el sol y el viento. Alejandro les dijo estas palabras suplicantes: “Ustedes
tienen que dedicar su tiempo, desde la salida del sol hasta el atardecer, a fregar ropa en una vieja
tabla de marera. Todo lo que saben de buscar a Dios es buscar a algún ídolo, que ni siquiera tiene
oídos para oír ni ojos para ver. Acepten a mi Cristo. Él perdonará los pecados en sus corazones
afligidos y traerá paz perdurable, gozo inexplicable y salvación real e indisputable a sus vidas.
Entonces ¡ustedes experimentarán la presencia del Cristo viviente mientras frieguen y, mientras
piensen en Èl, verán la gloria de Dios saliendo de la espuma de jabón!”. Inconscientes de las
lágrimas que escurrían por sus caras curtidas y con las manos levantadas, abrieron sus corazones
para dejar entrar allí al Cristo viviente. Y las caras de los hombres parados en el fondo de la
carpa y vestidos de la indumentaria gaucha―botas, bombachas y cinturones de cuero con sus
“falcones”―hacían notar que pensaban que la religión era solamente para las mujeres, y ¡no para
los hombres fuertes de las Pampas!
A ellos llegaban estas penetrantes palabras habladas con cariño: “Quizás ustedes creen que la
religión es para mujeres y niños porque siempre lo han visto ser así. Tal vez han sido
desilusionados por la única religión que jamás hayan conocido. Acepten a mi Cristo. Esas
tinieblas, que les atan con el temor de vivir y con el temor de morir, se irán cuando se vayan las
sombras y cuando la luz del evangelio entre a sus corazones. Porque Jesús no es una religión: es
una Persona y Él es la Luz que disperse toda oscuridad en el corazón humano.”. Así que muchos
de los fuertes y robustos hombres de la Pampa han llegado a conocer a Jesucristo como su
En nuestro país el mes de junio es relacionado con un clima bonito y cálido y flores bellas. Para
las personas que viven debajo del ecuador, es un mes frio y oscuro en el invierno. Si aparece el
sol, solamente aparece por unas breves horas, y se va. La leña y el carbón son escasos en
Argentina, entonces la gente se arropa mucho. Cuando hay cultos especiales en las iglesias y
capillas, solamente los que están sumamente interesados asistan.
“Sin embargo”, nuestro evangelista, hermano Fanderwud, nos escribe desde las frías y ventosas
llanuras lejanas: “capillas y salas están llenas noche tras noche con corazones hambrientos:
algunos buscando la salvación y otros buscando más de Dios. Se ha podido ministrar en más
hogares. Dios está salvando a niños, jóvenes y adultos. ¡El tiempo ha llegado!”. Eso escribió
hace unos días, mientras viajaba por la Pampa con el mensaje de Cristo. ¿Quién puede cerrar los
labios tocados por el fuego de Dios o callar una voz tan sintonizada a Su amor?
El Evangelio fue llevado a la plaza de la ciudad el domingo por la tarde. Hermano Fanderwud
elevó el Cristo viviente como nunca en una predicación estupenda. Personas llegaron de todas las
calles adyacentes para escucharle. Hay un hotel grande que tiene vistas a la plaza. Un sacerdote
estaba parado en el balcón del segundo piso con la ventana bien abierta. Había venido de un
pueblo cercano en donde había tenido conversaciones con uno de los pastores argentinos sobre
su deseo de conocer a Cristo como su Salvador personal.
Inmediatamente después de la reunión, Fanderwud anunció, “Ahora regresaremos a la Iglesia
Evangélica.”. La multitud marchó por la calle. Los cristianos cantaron “Firmes y adelantes,
huestes de la fe.” a, sin exagerar, centenares de personas, quienes nunca habían escuchado canto
cristiano. La sala, la entrada y la vereda estaban llenas de gente. Lo mejor de todo era que
personas encontraron a Cristo. Entre ellas habían dos muchachos de la Acción Católica, quienes
habían sido mandados ahí para ser “espías” (eso confesaron), pero en vez de eso ¡encontraron a
Cristo! Esto era un día normal en el ministerio de este hombre de Dios.
Este Pablo de los tiempos modernos predicó el evangelio en carpas, teatros, hogares, iglesias,
esquinas de las calles, en plazas públicas, debajo del sol abrazador de la Pampa y en las frías
lluvias del invierno. Predicó por treinta y dos años sin tomarse unas vacaciones. Cuando visitaba
a otro pastor―con la idea de relajarse unos días en otro pueblo―convertía el tiempo de descanso
a un tiempo de predicar antes de haber estado ahí por veinticuatro horas. “Vivo para predicar”
era lo que se le escuchaba decir, mientras que literalmente se quemaba la vida para Dios.
La gente al otro lado de los Andes en las republicas cercanas―Chile, Perú y
Ecuador―escucharon de Alejandro y su mensaje extraordinario. Mandaron decir que viniera. Él
Cuando fue invitado a ministrar en la costa occidental, se vino hasta la ciudad de Buenos Aires.
Él vivía en el interior. Una mañana llego al Instituto Bíblico. Su traje era muy gastado, pero bien
Con criar a tres niños robustos y con viajes continuos a reuniones con una mesada tan pequeña,
no era extraño que su traje pareciera inadecuado para la ocasión. También, porque él fue el
presidente de la obra―lo había sido por quince años― y evangelista del distrito, tenía que viajar
y ministrar más. Ningún otro nombre fue propuesto y ningún voto fue emitido contra él mientras
Teníamos un poco de dinero disponible, que no había sido designado para algo específico. Mi
esposo y yo fuimos con Alejandro al centro comercial para comprarle un saco y algunos
pantalones. Al principio no quiso venir con nosotros y dio la escusa: “El traje que tengo no
parece tan mal.”. Lo persuadimos venir con nosotros. Había una rebaja en una de las tiendas
principales que vendía ropa para hombros. Fuimos ahí.
En la entrada de la tienda había una muestra de un saco barato con los pantalones que costaba
diez dólares. Pero nos fijamos un traje de mejor calidad. El que miramos valía unos veinte
dólares. Alejandro se había quedado en la entrada para admirar el traje de menos cualidad.
Cuando le mencionamos que habíamos encontrado una buena compra, refiriéndonos al traje de
más calidad, él respondió, “Yo vi uno que valía mucho menos. Es suficientemente bueno.”. No
decidimos comprar ni el más caro ni el más barato. Encontramos un término medio por comprar
uno que valía dieciocho dólares por el traje completo. Luego lo acompañamos al aeropuerto.
Empezó su tour en Chile. Predicó en todo el país: en las iglesias, en la radio, en las calles y en
las plazas. Fue a Perú, donde ministró de una manera extraordinaria. Después fue a Ecuador.
Hombres y mujeres encontraron a Cristo como su Salvador, como su Santificador y como su
Sanador para sus cuerpos enfermos.
Hace poco en una campaña aquí en Los Estados Unidos, un misionero a Ecuador se me acerco
y quiso apretar mi mano, justo cuando yo iba a subir a la plataforma. “Quiero apretar tu mano.
Tú vienes de la tierra de Alejandro”. Miró a su hijo de doce años y dijo, “Mi hijo estaba muy
enfermo. Una noche se estaba muriendo en las montañas de Ecuador, cuando llegó Alejandro.
Cuando entró el cuarto en donde se moría mi hijo, se arrodilló al lado de la cama y, poniendo las
manos sobre mi hijo, oró por él. Mi hijo fue sanado. Entonces déjame apretar tu mano de nuevo.
Tú vienes de la tierra de Alejandro. ¡Que hombre de Dios!”.
Subí a la plataforma con sus palabras resonando en mi cabeza. La vieja visión se me presento
de nuevo, ¡“La tierra de Alejandro”! ¡Todavía hay Alejandros viviendo en sombras de pecado y
en una noche eterna, porque los obreros son pocos! Estaba en el tabernáculo del campamento.
Miré hacía el lago y todo lo que pude ver, a través de mis lagrimas, fue “la tierra de Alejandro”.
Hay muchos campos blancos para la siega sin nadie para trabajarlos.
Alejandro regresó a casa de la costa oeste un domingo por la noche y llegó justo a tiempo para
hablar por el sistema PA a la gente del pueblo en donde nació. Predicó durante las últimas
actividades de la campaña para niños y niñas, que en ese tiempo se llevaba a cabo en la plaza
pública del pueblo. No había nada en su apariencia ni en su forma de ser que indicaba que esa iba
a ser su última predicación a la gente de su pueblo natal.
Una noche, poco después, llego el llamado “Venga a casa”. “Alejandro está con el Señor.”.
Fuimos a Saladillo, en donde había vivido Alejandro desde llegar a ser el Presidente del Distrito
y el Evangelista del Distrito y en donde había llegado a nosotros como huérfano, cuando tuvo
catorce años. Era muy temprano. El tren de Buenos Aires llegaba ahí del norte. El tren del sur
extremo también llegaba ahí. Se encontraban en Saladillo. Muchas personas se bajaron de ambos
trenes. Notamos que muchas personas iban por la misma calle―algunas en camiones, algunas en
carros, algunas a caballo, algunas a pie, algunas caminando y algunas corriendo. Nosotros
también íbamos por esa calle. Mientras llegábamos a la casa (casi parecía un granero) ―hogar de
Alejandro y su familia―, hombres y mujeres sacaban sus pañuelos para secarse las lagrimas que
escurrían por sus mejillas. Susurraban casi al unísono mientras entraban a la casa uno por uno:
“Quiero ver a Alejandro. Escuche el evangelio por primera vez cuando predicó en mi pueblo
natal. ¡Nunca lo olvidaré! ¡Cuán grande es el Cristo de Alejandro!”. Muchos de ellos tenían el
mismo testimonio: “Yo acepte a Cristo cuando escuche el mensaje por primera vez, cuando
predicó Alejandro. Quiero vez su rostro de nuevo.”. Estaban parados ahí: hombres, mujeres,
niños y niñas. Fue una multitud de personas. Los cuartos y pasillos, las ventanas y puertas, el
patio y la calle estaban llenos de gente. Sin embargo, fueron solamente algunos de los muchos en
el continente de Sur América quienes, por sus predicaciones y su vida, habían encontrado al
Si todos los que habían sido salvos por su ministerio hubieran podido estar presentes,
probablemente habrían sido tantos como la populación entera de ese pueblo. Había ministrado en
muchos lugares, incluyendo unas iglesias evangélicas y varios países del hemisferio sur.
La gente llevó el ataúd a mano desde la casa de los Fanderwud hasta la iglesia, porque preferían
llevarlo así, en vez de dejarlo ser transportado por carro. Los floristas eran incapaces de cumplir
el demande de flores, porque muchos querían coronas de flores. Un funeral se llevó a cabo en su
casa y uno, en la iglesia. Las personas, quienes estaban en los funerales, fueron profundamente
conmovidas mientras escuchaban a algunos de los seres queridos de Fanderwud hablar con el
corazón de la vida de él. Varios jóvenes consagraron sus vidas al servicio del Señor y dos otras
personas fueron salvas mientras escuchaban los testimonios de hombres y mujeres, quienes
habían sido ganados para Cristo por Fanderwud. “¡Quiero este mismo Cristo que este hombre,
Alejandro, tuvo!”, les escuchamos decir mientras confesaban públicamente a Cristo. Con la
mano puesta en el hombre de su mamá, su hijo mayor dijo: “Madre, ¡papi aún predica!”.
La impresión que recibí ese día, mientras nos parábamos en esa sala grande y vacía, en donde
estaba este hombre de Dios, siempre quedará conmigo. El ataúd fue una caja simple de pino. No
era elegante. Solamente había estopilla para el revestimiento de su ataúd. (Pompas fúnebres e
entierros en Argentina todavía se hacen en una manera muy primitiva.) No embalsaman ni
maquillan a los muertos. Las tumbas no son muy profundas. La familia tira el primer puñado de
tierra sobre el ataúd mientras que es bajado a la tumba. Hace poco, solamente los hombres iban
al cementerio cuando habían entierros. Las mujeres se quedaban en casa tras puertas cerradas.
Todavía es así en muchos lugares. Los cristianos fueron los primeros para dejar esta tradición.
En mi tristeza, mire hacia abajo. El piso árido me dio una bofetada. No había alfombra para
cubrir los tablones anchos de madera áspera; ni siquiera un tapete. No había alfombra de
bienvenida en la entrada. A mano izquierda estaba el comedor. Las puertas estaban abiertas para
hacer lugar para las personas. Vi una mesa barata en medio de media docena de sillas―tan
baratas como era la mesa. No había nevera ni muebles modernos. A mano derecha estaba la
alcoba en donde había estado Alejandro cuando se fue para estar con el Señor unas horas antes.
La cama era barata también. Ahí también estaba un armario. La esposa de él, María, entró al
cuarto y abrió el armario para sacar su vestido negro. Adentro colgaba el saco que le habíamos
comprado un año antes. A donde iban los codos, se sobresalía. Eso me mostro que, de verdad, el
Me olvidé de la gente. Parecía que estaba cara a cara con la vida y sus valores permanentes y
con la muerte―algo muy seguro. Nunca había conocido a alguien tan pobre y tan humilde―sin
madre, sin padre, sin hogar, sin salud y educación y sin ni siquiera un nombre. Siempre vivía en
una casa arrendada. Nunca poseo una cama cómoda para dormir en ella ni una silla decente para
descansar en ella. Ni siquiera tenía una nevera para poder tener agua fría. No vivía con
comodidades ni conveniencias. Hasta el último traje que llevó le fue regalado. El dueño de la
funeraria le dijo a la esposa de Alejandro: “¿Cómo puedo yo cobrar por un hombre así?”. ¡Fue
enterrado a precio de costo! Sin embargo, nunca había conocido a alguien tan rico. Por su vida y
mensaje, multitudes de personas han sido sacadas de las sombras a la luz de Dios.
Porque, de verdad, Dios había tomado a este chico―solo, triste, pobre, vacio, y huérfano―para
salvarle, llenarle de Su Espíritu, darle un nombre y un mensaje y usarle para bendecir a un
continente entero. Lo tomó para llevar centenares de personas a Cristo. ¡Cuán grande es el Cristo
de Alejandro! Cristo llenó su mente y su corazón; llenó hasta su vida y todo su ser. Me acordaba
de lo que decía Alejandro―“Vivo para predicar el evangelio.”―mientras pensaba en el milagro
que pasó cuando este huérfano se convirtió a un príncipe de Dios.
Las iglesias en Argentina y en todo Sur América sienten profundamente la ausencia de este
humilde y consagrado ministro de la cruz. Su ejemplo y su ministerio han hecho mucho para
asegurar que otros hombres llenos del Espíritu Santo llenen este hueco y, por sus servicios,
traigan gloria a Él, quién Alejandro amaba supremamente. El mismo día que lo enterramos llegó
una carta de Perú con esta invitación urgente: “Regresa a nosotros, Alejandro; Perú te necesita.
¡Perú necesita el evangelio que predicas!”. Doblé la carta y tragué mis lágrimas. Sin embargo,
estábamos seguros que “Dios hace todo bien” y que otros seguirían los pasos de esta vida dada
Si fueras a visitar el cementerio solitario en el pueblo de Saladillo, encontrarías―al sur extremo
del cementerio―una lápida hermosa de piedra rosada con esta inscripción: “La visión de un
poderoso y glorioso Cristo fue el mensaje vivaz de Alejandro Fanderwud y la predicación de ese
mensaje, la pasión de su vida.”. Y una Biblia abierta―hecha de bronce―adorna su lapida con su
pasaje favorito de Pascua: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis.”; del cual, predicó su
última predicación de Pascua por radio en Chile.
Seis meses después, ésta misma predicación fue traída a Argentina para la convención anual,
que se celebra en Buenos Aires. La predicación fue dada a petición al fin de la convención―el
domingo por la tarde. Esa voz tan reconocida temblaba bajo la unción del Espíritu de Dios.
Llorando y sollozando, montones de las seiscientas o más personas presentes se dirigieron con
prisa al altar; entre ellos, el hijo menor de Fanderwud. Testificó entre sollozos: “El manto de mi
padre cayó sobre mí, mientras escuchaba su voz desde el cielo”. En total, más que cien personas
buscaron al Señor, después de esa predicación. El secreto de una vida tan bien gastada se
encuentra en las palabras del Apóstol Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no
vivo yo, mas vive Cristo en mi; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios,
el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.”. El amor de Cristo moró en su corazón y vida; el
Espíritu de Cristo adornó su caminar diario y el poder de Cristo lo usó para bendecir todo un
continente.
El Clamor MisioneroEl ser un mensajero de la cruz
A costas extrañas y no conocidas,
Parecería a muchos una pérdida total
De talento, tiempo y ganancia.
Porque muchos son los años dados
Y olvidados por el mundo,
Al traer joyas preciosas a Él quien mandó
Que se desplegara Su bandera.
No dio años solamente, sino que también dio su vida,
Para salvar a ti, a mí y a todos
De muerte y de la eterna tumba de pecado:
¿Quién responderá a la llamada?
A ser uno de los que van
Para impartir el mensaje de Dios
A todas las tierras y costas;
Para que todos sepan del Buen Camino.
-V .F .B.
-traducido por Kimberly Dickinson de un libro antiguo de unos misioneros a Argentina de la Iglesia Alianza Cristiana